Hacía tiempo que no veía
un alma, no podría decir que en realidad fuera un lugar concurrido,
pero al menos siempre había alguien que pasaba por este pequeño
bar. Los tiempos que nos ha tocado vivir y tal vez también la
sociedad ha hecho que la melancolía caiga como una losa por el
tabernero que cuando me ve entrar esboza una tímida y amarga sonrisa
mientras me pone mi copa de siempre. La melancolía hace mella en
cualquier persona, pero también en los lugares que al envejecer van
dejando una pátina de recuerdos, muchos felices y otros no tanto que
se van adhiriendo a la vieja taberna como un barniz duro de salir y a
la vez lleno de tristeza por un pasado que nunca volverá. Me
pregunta el tabernero como me va la vida, me da una charla al
principio muy animada y algo escuchada por los viejos fieles que aún
le queda al bar. Yo le pido mi café solo de siempre y una copa de
coñac, me lo pone servicialmente mientras su cháchara inunda de
sonido y algo de luz a la oscuridad del lugar. Se podría decir que
por unos segundos el bar recupera su esplendor perdido, pero sólo es
una ilusión, en cuanto me pone el café vuelve la oscura soledad
mientras todavía estamos hablando quedamente de como eran aquellos
clientes que ya no volverán, porque ya no están o porque
simplemente se han ido.
Mientras me tomo ese
café, noto su sabor añejo, un sabor que me trae viejos recuerdos de
cuando me sentaba al final de la barra con piso de mármol blanco
veteado y hablaba sin parar de fútbol, del día a día o simplemente
de como iba a afrontar el futuro más cercano. Ahora sólo veo
sombras en esa barra, en la mesa de la esquina e incluso al lado del
ventanal donde la gente se sentaba a leer el periódico mientras
tomaba el desayuno. Mientras tanto me fijo atentamente en el
tabernero, los años tampoco han pasado en balde para él, el pelo
canoso muy fino delata muchos quebraderos de cabeza para sacar
adelante este local, las arrugas de las preocupaciones y la tristeza
del rostro, delatan una vida transcurrida con todo tipo de
experiencias. El bar en cambio mantiene su calidez aunque como el
dueño, ha envejecido también, las sillas aunque cómodas han visto
mejores épocas, las mesas tienen ciertos rasponazos, las fotos de
gente que pasó en tiempos por este local también tienen una
película amarilla del tiempo con esas caras atemporales y a la vez
algo siniestras por el envejecimiento de la foto y la barra. Esta se
mantiene limpia, con una pulcritud absoluta, muy lisa y bastante fría
al tacto. Me tomo la copa de coñac que me ha servido sin dejar de
reparar en la conversación del tabernero con sus fieles. Aún echan
esas risas, pero ahora es más apagado y mientras yo me pregunto
porque el tiempo toca aquellos lugares que le traen a uno los mejores
recuerdos, el progreso que dirían algunos.
Mientras termino mi copa
de coñac y rebusco en mi bolsillo la cartera para pagarle, me llega
el tabernero y me recuerda que fui su cliente añadiendo: esa copa la
pago yo. Por más que insisto no me deja pasar de pagar el café y
prometo volver más veces. El tiempo y el progreso me dicen que es
posible que cuando vuelva no esté. Pero cuando salgo me voy con el
regusto de ese viejo café con la copa de coñac y los recuerdos de
un pasado que como el del bar, nunca más volverán.
No hay comentarios:
Publicar un comentario