lunes, 8 de diciembre de 2014

El progreso y el coñac

Hacía tiempo que no veía un alma, no podría decir que en realidad fuera un lugar concurrido, pero al menos siempre había alguien que pasaba por este pequeño bar. Los tiempos que nos ha tocado vivir y tal vez también la sociedad ha hecho que la melancolía caiga como una losa por el tabernero que cuando me ve entrar esboza una tímida y amarga sonrisa mientras me pone mi copa de siempre. La melancolía hace mella en cualquier persona, pero también en los lugares que al envejecer van dejando una pátina de recuerdos, muchos felices y otros no tanto que se van adhiriendo a la vieja taberna como un barniz duro de salir y a la vez lleno de tristeza por un pasado que nunca volverá. Me pregunta el tabernero como me va la vida, me da una charla al principio muy animada y algo escuchada por los viejos fieles que aún le queda al bar. Yo le pido mi café solo de siempre y una copa de coñac, me lo pone servicialmente mientras su cháchara inunda de sonido y algo de luz a la oscuridad del lugar. Se podría decir que por unos segundos el bar recupera su esplendor perdido, pero sólo es una ilusión, en cuanto me pone el café vuelve la oscura soledad mientras todavía estamos hablando quedamente de como eran aquellos clientes que ya no volverán, porque ya no están o porque simplemente se han ido.

Mientras me tomo ese café, noto su sabor añejo, un sabor que me trae viejos recuerdos de cuando me sentaba al final de la barra con piso de mármol blanco veteado y hablaba sin parar de fútbol, del día a día o simplemente de como iba a afrontar el futuro más cercano. Ahora sólo veo sombras en esa barra, en la mesa de la esquina e incluso al lado del ventanal donde la gente se sentaba a leer el periódico mientras tomaba el desayuno. Mientras tanto me fijo atentamente en el tabernero, los años tampoco han pasado en balde para él, el pelo canoso muy fino delata muchos quebraderos de cabeza para sacar adelante este local, las arrugas de las preocupaciones y la tristeza del rostro, delatan una vida transcurrida con todo tipo de experiencias. El bar en cambio mantiene su calidez aunque como el dueño, ha envejecido también, las sillas aunque cómodas han visto mejores épocas, las mesas tienen ciertos rasponazos, las fotos de gente que pasó en tiempos por este local también tienen una película amarilla del tiempo con esas caras atemporales y a la vez algo siniestras por el envejecimiento de la foto y la barra. Esta se mantiene limpia, con una pulcritud absoluta, muy lisa y bastante fría al tacto. Me tomo la copa de coñac que me ha servido sin dejar de reparar en la conversación del tabernero con sus fieles. Aún echan esas risas, pero ahora es más apagado y mientras yo me pregunto porque el tiempo toca aquellos lugares que le traen a uno los mejores recuerdos, el progreso que dirían algunos.

Mientras termino mi copa de coñac y rebusco en mi bolsillo la cartera para pagarle, me llega el tabernero y me recuerda que fui su cliente añadiendo: esa copa la pago yo. Por más que insisto no me deja pasar de pagar el café y prometo volver más veces. El tiempo y el progreso me dicen que es posible que cuando vuelva no esté. Pero cuando salgo me voy con el regusto de ese viejo café con la copa de coñac y los recuerdos de un pasado que como el del bar, nunca más volverán.