Hacía tiempo que no veía
un alma, no podría decir que en realidad fuera un lugar concurrido,
pero al menos siempre había alguien que pasaba por este pequeño
bar. Los tiempos que nos ha tocado vivir y tal vez también la
sociedad ha hecho que la melancolía caiga como una losa por el
tabernero que cuando me ve entrar esboza una tímida y amarga sonrisa
mientras me pone mi copa de siempre. La melancolía hace mella en
cualquier persona, pero también en los lugares que al envejecer van
dejando una pátina de recuerdos, muchos felices y otros no tanto que
se van adhiriendo a la vieja taberna como un barniz duro de salir y a
la vez lleno de tristeza por un pasado que nunca volverá. Me
pregunta el tabernero como me va la vida, me da una charla al
principio muy animada y algo escuchada por los viejos fieles que aún
le queda al bar. Yo le pido mi café solo de siempre y una copa de
coñac, me lo pone servicialmente mientras su cháchara inunda de
sonido y algo de luz a la oscuridad del lugar. Se podría decir que
por unos segundos el bar recupera su esplendor perdido, pero sólo es
una ilusión, en cuanto me pone el café vuelve la oscura soledad
mientras todavía estamos hablando quedamente de como eran aquellos
clientes que ya no volverán, porque ya no están o porque
simplemente se han ido.

Mientras termino mi copa
de coñac y rebusco en mi bolsillo la cartera para pagarle, me llega
el tabernero y me recuerda que fui su cliente añadiendo: esa copa la
pago yo. Por más que insisto no me deja pasar de pagar el café y
prometo volver más veces. El tiempo y el progreso me dicen que es
posible que cuando vuelva no esté. Pero cuando salgo me voy con el
regusto de ese viejo café con la copa de coñac y los recuerdos de
un pasado que como el del bar, nunca más volverán.